24 dic 2008

“SI VOLVIERA A NACER, SERÍA PELUQUERO”














Es el profundo sentimiento de Alfredo Salazar Bravo, dueño de la Peluquería Amazonas que ha atendido a más de una doce de Presidentes en sus 68 años de profesión.



Desde los 15 años atiende el lugar. La herencia que le dejó su abuelo se convirtió, con el tiempo, en pura vocación.















Desde un rincón, la foto del peluquero de Carondelet, cuida del buen servicio que reciben sus clientes.















Fotos por: Sandra De la Cadena S.


19 dic 2008

“NO HAY DIRIGENTE PERO NOS ORGANIZAMOS BIEN”

Barro, aserrín, polvillo rojo y ceniza de leña, son los ingredientes que se utilizan para la cocción de los ladrillos en Guamaní.

El terreno donde viven los dos hermanos Quinga, sus esposas e hijos, es arrendado. Lo único que es propio de ellos son los cientos de ladrillos que cercan el lugar. A un costado de la heredad hay cuatro cuartos a medio construir, cubiertos por un techo de eternit con llantas y baldes encima para que, con el viento, no se vaya a volar su improvisado cielo raso.

Para Segundo Quinga y su hermano, Luís Quinga, la jornada de trabajo comienza a las cuatro de la mañana. “A esa hora nosotros ya empezamos a preparar la mezcla, porque si hay que esperar un buen tiempo para que estén listos y vender”, dice Segundo.

Cuando la mezcla está lista se pone en unos moldes rectangulares, de dos por ocho centímetros que están en el suelo, en los que se da forma a la masa y se saca el molde para llevarlos al horno donde se cocinan y toman el color rojo.

Estos hornos están hechos de ladrillo. Es un cuarto sin techo, de 10 metros de alto, 7 de ancho y 2 metros de profundidad, con unas pequeñas aberturas en la base donde se coloca la leña.

El calor de la base sube hasta la parte más alta del horno y cocina a los ladrillos en 8 días. Luego de esto ya están listos para la venta.

El día está distribuido. Desde las cuatro hasta las once de la mañana se trabaja en la mezcla, los moldes y el secado. Al medio día el almuerzo, que es el único receso de los hermanos. Y luego, se cargan los ladrillos que se hicieron hace un mes y se los mete al horno hasta las 17:00, luego de esto se para la producción.

“En mi horno entran 19 mil ladrillos”, comenta Segundo Quinga orgulloso. “Es uno de los hornos más grandes aquí en Guamaní.”

Luís y Segundo venden cada ladrillo a 12 centavos. Si logran vender mil cada semana su ganancia es de 120 dólares semanales.

El trabajo depende mucho del clima de Quito. Cuando es verano el ladrillo se seca más rápido y más rápido entra a cocinarse. Sin embargo en la época de lluvias, es más difícil sacar ladrillos, pues el agua hace que la masa se deshaga y se tiene que parar por completo el trabajo.

Las familias que se dedican a este negocio lo hacen por separado. “Cada familia es un negocio, no trabajamos para nadie”, aclara Luís, que es ladrillero desde hace tres años.

En todo ese tiempo confiesa no haber sabido de la existencia de algún dirigente al que puedan acudir por alguna inquietud o necesidad. Cada uno es responsable de solucionar sus problemas y “si se tienen buenas relaciones con los vecinos, tal vez se les pueda pedir ayuda algún rato”, comentó.

La situación de la familia López es muy diferente. Pues ellos sí trabajan para alguien que se encarga de darles la vivienda y el alimento a cambio de que fabriquen el ladrillo.

Viviana López, completamente tapada la cara con camisetas, cuenta que su familia trabaja para el señor Tipán, dueño del terreno y de los hornos que tiene para la producción de este material. “Él debe invertir en nosotros unos 200 dólares contando con el aserrín que debe comprar, pero su ganancia es el doble. Por lo bajo a de ganar unos 500 a mil dólares semanales.” Dice con admiración.

Para que se haga más rápido el ladrillo, dentro de los hornos, explica que se hacen canales con leña, sobre estos se coloca el ladrillo, otra vez leña y así hasta completar cuatro niveles. Entonces al prender la leña de la base, el fuego avanza al siguiente piso de madera y se van quemando todos los ladrillos a la vez. Y en dos días el ladrillo está listo.

Quince personas trabajan en este negocio. Cada uno carga entre 8 a 9 ladrillos al momento de llevarlos al horno.

Por día ganan 8 dólares. “Si se venden mil, nos pagan 20 dólares”, indicaba López mientras se secaba el sudor de la frente con la manga del saco.

El precio del ladrillo en el puesto del señor Tipán se vende a 12 centavos, si el pedido de ladrillos es para llevar, el precio sube hasta 16 centavos. Se aumenta el precio porque es necesario contratar un camión que lleve los ladrillos, explicó Viviana mientras mezclaba la tierra con una pala.

A pesar de contar con una administración u organización que vele por su trabajo, ninguno se queja. Pues dicen que mientras haya trabajo lo único que resta es seguir luchando, siendo positivos y sin amarguras.

12 dic 2008

¡CHOCHO, CHULPI, TOSTADO!

¡Chocho, chulpi, tostado! ¡chocho, chulpi, tostado!, baja gritando Rosa Manobando desde la 10 de Agosto hasta llegar a la Prensa mientras agarra su carrito con fuerza para no tropezar, cuidándose de no ser sorprendida por la Policía Municipal sin su permiso para ventas ambulantes.

Cerca de llegar, se detiene en una cancha de fútbol donde la venta promete ser buena. Cantando a viva voz lo que trae, uno a uno se van acercando los comensales a ver si se animan por un platito de chocho con tostado y ají.

Optimista cuenta que “cuando la venta es buena” gana cerca de 10 o 15 dólares diarios con lo que mantiene a sus cuatro hijos.

Proveniente de Guaranda se instaló en Quito hace cuatro años, “la agricultura ya no daba ganancia”, dice y junto a su esposo decidieron probar suerte en la capital.

Preocupada por su economía, desea tener un trabajo fijo con sueldo fijo, que no le represente tantas preocupaciones a la hora de tener que alimentar y vestir a sus hijos.

Su esposo, José Quisapincha, es vendedor ambulante de esferos y los fines de semana de granizado en el parque La Carolina, pero eso tampoco asegura un ingreso estable.

Los permisos para vender es otra cosa que preocupa a los Quisapincha, pues si los policías municipales les retiran la mercadería, no tendrían cómo sustentar a su familia.

Cesar Ulloa Tapia, articulista de All-ArtEcuador.com, señala en su nota: La compra y venta al paso “legitiman la mala práctica de apropiarse de los espacios para llevar a cabo cualquier actividad sin que esta tenga un mínimo de servicios para el público como el sanitario”.

A Manobando no le parece justo, dice que no están haciendo nada de malo, solo quieren trabajar. El estar fuera del Colegio Matovelle, en la Real Audiencia, tampoco es seguro, es donde más controles hay.

“La próxima semana me voy a ver que se tiene que hacer para tener el permiso” comentó con un poco de disgusto. Para ella implica tiempo y dinero que no tiene.

Con todo esto, cuenta que le ha tocado dejar Quito por dos o tres meses, para volver a Guaranda y trabajar en el cultivo de papa. Después de ganar “alguito para comer” regresa a Quito para empujar su carrito nuevamente por La Prensa, la Avenida10 de Agosto y la Kennedy.

“Es cansado estar caminando todo el día y cuando llueve, toca buscar donde escapar, pendiente de que me roben nomás”, comenta a carcajadas.

Quisapincha recorre la ciudad, subiendo y bajando de bus en bus, siempre pendiente de la hora para encontrar un espacio entre las paradas y llamar a su vecina para preguntar por sus hijos.

“Estoy cansado, llego a mi casa y solo quiero dormir… mis guagas pasan botados todo el día”.

Los dos coinciden en que este trabajo está lleno de tropiezos: malas caras, desaires, peligros.

Sin embargo Quisapincha mantiene la esperanza. Le gustaría que el Municipio reubique a los vendedores ambulantes así como lo hicieron con los vendedores del centro de Quito.

La idea le rondado la cabeza varias veces y quiere proponérselo a varios de sus compañeros.

Hasta entonces Manobando agilita el paso para alcanzar a un grupo de muchachos que ve pasar al otro lado de la calle. Cuidando que el carrito no se vaya a dañar corre gritando: ¡chocho, chulpi, tostado!