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Desde mesero hasta Coordinador de Comunicación en las Redes de Seguridad Ciudadana, Andrés Naranjo ha hecho de todo un poco.
“Trabajo desde los 18 años”, cuanta orgulloso mientras intenta acomodarse en una banca de la pequeña plaza del Centro Cultural
Metropolitano, en el Centro de Quito.
Sus manos y palabras, dibujaban en el aire sus recuerdos. “Los jueves eran para farrear.” Su vida social, hasta los 20, llegó al punto máximo: salidas, fiestas, amigos.
“Nunca fui de los que llama para armar una fiesta. Si quería salir, salía solo. Me gusta conocer gente”.
Confiesa que la diversión duró cerca de tres meses. Después de eso se dio cuenta de que era hora de ponerse más serio.
Aunque tiene buenos amigos, asegura que no está muy en contacto con sus amistades por las responsabilidades que adquirió al decidir trabajar y estudiar al mismo tiempo.
Una vez enrumbado en el camino del trabajo y el estudio cuenta con afán que ha organizado eventos, ha administrado discotecas, trabajó en TV Norte (Ibarra), en una cafetería en Estados Unidos y ahora en el Ministerio Coordinador de Seguridad Interna y Externa.
En los cuatro lugares dice que ha tratado siempre de vincularlos con su carrera universitaria, Relaciones Públicas. “Todo me ha servido para coger experiencia”, afirma en un intento por no sumergirse en el pasado.
En su trabajo actual quiere crear una campaña, similar a “No más corazones azules en las vías” que maneja
Espera que su proyecto también sea a nivel nacional y plantea trabajar por provincias.
Académicamente asegura que no le va mal. Él arma sus horarios en la universidad, lo que le permite trabajar al mismo tiempo.
En estos ocho semestres, resalta la comprensión de sus maestros y el apoyo que ha recibido de ellos, pues lo que más valora es que “no socapan las malas notas”, ratifica.
Sus padres le han inculcado que para ser alguien hay que empezar desde abajo y Andrés sostiene no tenerle miedo a los desafíos.
El bus apenas puede cerrar sus puertas pero a la gente no le importa y, en su intento por tomar el que parece ser ultimo bus del mundo, empujan con fuerza para hacerse un espacio entre la multitud.
Con su uniforme de falda blanca y saco azul sale Miriam Vásquez del Colegio Simón Bolívar con la esperanza de que esta vez “pueda conseguir ir sentada.”
“Así se pone todos los día a eso de la una y cuarto. Desde el Playón algunos ya vienen parados…”, se queja, mientras busca en el horizonte que aparezca alguna unidad.
Como alucina un sediento el oasis, la muchacha divisa el bus a lo lejos, espera ansiosa su llegada, pues tiene hambre y el deber “largísimo” de matemáticas la tiene preocupada.
Una vez ya en el bus, la chica de 17 años se acomoda en el centro: “la ventaja es que no mucha gente se para aquí, lo malo es intentar llegar a la salida después.”
“Huy hijitas esto si es una locura, deberían tener más carros para que no vayamos como papas”, comentó Inés Hidalgo al ver como Vásquez quejumbrosa suspiraba.
A pesar de estas incomodidades, Hidalgo quiere proponer a
Miriam, sugiere que en las paradas debería haber personas que controlen la capacidad máxima de cada bus, para evitar ir “hecho ganado.”
Luis Barrión, miembro del Departamento de Sistemas de